LAS SEMILLAS DEL HUAYRURO

Publicado por Sire Martínez



-  Los collares se hacen con este tipo de huayruros que cosecho en mi huerta;son pequeñitos y redonditos – le dijo el hombre pequeño, acercando la semilla a las manos de Narciso Tovar. Este, apenas la tomó por unos instantes para luego devolverla.

- En mi chacra la semilla del huayruro es  tan grande como un limón.

- ¿Ingeniero, Donde tiene su chacra? – preguntó el hombre pequeño.

- Apuesto a que no conoces, no figura en los mapas. Se llama Villa Dorada - contestó prontamente.

- Ah - dijo el hombre pequeño, Villa Dorada, Universal, San Martín y los demás pueblitos cerca del río Huatziroki - añadió con seguridad.

- ¿Entonces si conoces? respondió sorprendido Narciso.

- Claro pues ingeniero, también yo he andado por ahí con "los negros"; por ahí se ve mucha pobreza y la gente sufre mucho. Uff, esos años, el ejército nos metió harta bala pero nosotros los fregamos porque enfriamos a veinte "perros".


La respuesta del hombre pequeño lo dejó turbado por unos momentos. El asháninca pareció no percibirlo, pues siguió relatando que había estado con"los compañeros" cerca de dos años, entrenándose para la guerra en medio del monte; los domingos salían al pueblo para jugar el futbol, ir a la fiesta y comprar trago, coca y alimentos. - Eso si era vida, recordaba con la nostalgia tenue de los recuerdos; luego había conocido a una huancaína alejándose de "los compañeros", para regresar a su comunidad, construir su propia choza, sembrar la chacra y esperar la irremediable aparición de los años.

- Todavía me dan ganas de que "los tucos" regresen - finalizó el hombre pequeño.

Los demás del grupo rieron en coro – este loco tiene una FAL en su casa todavía – dijo uno de ellos.

Narciso apenas balbuceó algo; recordó aquellos años que "los tucos" habían llegado a Villa Dorada y volvió a sentir el atronador ruido que anunciaba que los helicópteros del Ejército habían llegado para vomitar fuego, lanzar bombas a diestra y siniestra, caiga donde caiga e incendiar las chacras y las casas con una espuma blanca que luego empezaba a arder. Recordó que recogía las semillas del inmenso arbol del huayruro cuando escuchó la balacera en el pueblo. Recordó como escapó, en medio de la noche con su madre, en completo silencio, sin linternas, sin velas, sin más propiedad que la ropa que llevaban puesta, caminando toda la noche por el bosque hasta arribar por la madrugada a la serpenteante carretera que llevaba hacia La Merced. Fue la vez que la desesperanza apareció en su vida, sin saber nada de sus hermanos secuestrados, que luego lograron escapar por los montes o las interminables horas que caminó por aquella carretera sórdida, escondiéndose cada vez que creían cerca el peligro. Recordó e silencio de las lágrimas de su madre, que dejaba atrás su casa, sus plantíos cultivados por años y su andar sonámbulo sin poder creer aun que pasaba. Volvió a sentir el abrazo eterno que le dio su padre, cuando lo volvió a ver una semana después, con el rostro desencajado, lleno de arrugas y canas que habían germinado en el trance del escape.


Luego vino la desesperación de la vida en la ciudad, el confinamiento obligatorio en una sola habitación que fungía de sala, comedor, dormitorio y cocina a la vez. Su madre no aguantó la tristeza y se lanzó desesperada hacia las fronteras pues el país se hundía y ella no quería hundirse con el. Se fue para la Argentina, ingresando de forma clandestina; trabajando meses para ahorrar el dinero que luego pagaba a unos bolivianos que intermediaron para que el padre y los hermanos de Narciso ingresen uno por uno a suelo argentino en un plazo que llevó años. Eran los años, en que las navidades eran desastrosas y los cumpleaños cobraban la abrupta dimensión de la tristeza. Nunca más se reunieron todos juntos en torno a una mesa; siempre faltaba alguien. Había que trabajar lejos, salir a buscarse la vida en otras ciudades, lavando coches, ropas, limpiando baños o atendiendo ancianos aburridos de ser siempre felices. Recordó las interminables noches de los primeros años, que se sucedieron unos tras otros, cuando despertaba sudando tras pesadillas recurrentes ahogando las lagrimas en el alma para que nadie le escuche llorar.


Luego de quince años de guardar dólar sobre dólar, habían decidido volver al Perú que ahora recobraba la paz perdida. Esta vez no regresaron a Villa Dorada, construyeron una casa grande en Lima - para que la selva no los vea llorar- como decía la madre. Pero no volvieron todos, la hermana se había quedado enredada en los lazos fuertes del corazón en Buenos Aires y los otros hermanos prefirieron la comodidad de la costumbre de extrañar al Perú desde lejos. Solo él había regresado con sus padres.Luego empezó a estudiar y terminó sin contratiempos mayores que la soledad. Era la razón porque estaba aquella comunidad nativa, con un grupo de asesores, ayudando en la mejora del diseño de la artesanía asháninca, proyecto auspiciado por una ONG.


Por un sólo segundo miró al hombre pequeño con el aliento contenido. En ese lapso, alguien le enseñó un tejido de algodón nativo muy bien elaborado; el paño llamó su atención por la pulcritud de su acabado y alabó tal destreza. Pero luego, en un momento interminable, volviéndose a uno de sus colegas le dijo:

- Tómame una foto con el señor - señalando al hombre pequeño - conoce el lugar donde he nacido.

- Ah, tu fundo - contestó el amigo – siempre hablas de esa zona, tenemos que conocerla pronto.


Narciso se acercó al hombre pequeño, parándose a su lado; miró a la cámara, sintiendo que hace muchos años los había perdonado a todos, a los tucos, a los sinchis, a la vida y hasta a si mismo. Con una amplia sonrisa, abrazó al hombre pequeño y esperó el disparo del obturador.


Sire Martínez